¿Sufrió Hitler alguna enfermedad mental?
¿Tenía una enfermedad mental o solo era mala persona?
¿Era Hitler mentalmente enfermo o solo un hombre con alta inteligencia pero malo?
¿Podemos calificar sus crímenes como la locura de un enfermo… o la frialdad reservada de un hombre enteramente consciente de lo que hace?
A través de los años, los historiadores, psicólogos y neurocientíficos han discutido lo mismo: ¿qué pasaba realmente en la mente del dictador más temido del siglo XX?
¿Era un paranoico con delirios de grandeza? ¿Un psicópata incapaz de sentir empatía? ¿O alguien “normal”?
Estas no son preguntas inocentes. Si resultara que Hitler padecía alguna enfermedad, podríamos inclinarnos a creer que el auge del nazismo fue una fatalidad histórica inevitable, producto de la mente perturbada de un lunático. Pero, de no ser así, nos vemos obligados a asumir una noción más perturbadora: que fue una persona común y corriente que, a conciencia, optó por transitar la senda de la perversidad.
Es aquí donde se revela el verdadero enigma: ¿fue un problema mental lo que lo instigó… o fue la vileza su rasgo distintivo? Veamos su historia.
El diagnóstico de Sigmund Freud
Existe una historia que ha circulado por décadas, casi como un mito moderno: la de que, por el año 1895, en Viena, un pequeño Adolf Hitler de apenas seis años fue llevado a la consulta de un joven médico que estaba a punto de revolucionar la comprensión del alma humana. Ese médico, se dice, no era otro que Sigmund Freud, quien por entonces apenas comenzaba a esbozar sus teorías sobre el inconsciente.
Según esta narrativa, el pequeño Hitler mostraba conductas que inquietaban a su entorno: rarezas en su temperamento, rabietas impredecibles y un carácter difícil de manejar. Luego de observarlo, Freud —asegura la leyenda— habría diagnosticado lo que él mismo llamaba entonces “histeria infantil”, un veredicto que, visto con la perspectiva del tiempo, adquiere un peso trágico y casi profético.
Sin embargo, los registros históricos y los biógrafos más rigurosos coinciden en algo incómodo: nunca existió tal encuentro. Hitler no llegó a Viena hasta 1907, cuando ya era un adolescente, y para entonces Freud era una figura consolidada, no un joven médico desconocido. Jamás se encontraron. No hay cartas, notas clínicas, testimonios contemporáneos ni archivos que respalden esta anécdota. Lo más probable es que esta historia surja de confusiones posteriores, mezclando el diagnóstico de “histeria” que algunos psiquiatras sí especularon que Hitler pudo tener —especialmente tras su episodio en el hospital de Pasewalk en 1918— con la figura omnipresente de Freud, cuyo nombre acabó asociado a toda explicación del alma atormentada.
Así, lo que comenzó como una especulación o quizá una metáfora sobre las raíces ocultas del mal, se convirtió con el tiempo en una “verdad” repetida hasta el cansancio. Pero la historia, por seductora que sea, no resiste el escrutinio de los hechos.
Los traumas de Hitler
Adolf Hitler no solo llegó a este mundo en un entorno familiar de disciplina severa y mando absoluto, sino que también sufrió la tiranía de un padre agresivo, la desaparición prematura de sus hermanos y el tormento inmenso al fallecer su madre. Esta mezcla fue moldeando en él diversas características iniciales que algunos estudiosos piensan que dan cuenta de aspectos clave de su conducta posterior.
Padre
Su padre, Alois Hitler, era un empleado de la aduana muy severo y dominante, con un genio muy vivo. Distintas reseñas biográficas concuerdan en que Alois le propinaba golpes a Adolf con asiduidad, más aún si el chico no acataba sus órdenes o tenía malas notas en la escuela. Paula Hitler, su hermana, contaba que Adolf aguantaba los abusos sin sollozar, cual si fuera un reto callado.
Este trato severo originó una gran disparidad con la forma de ser de su madre, Klara, quien lo resguardaba y consentía cuando podía, brindándole afecto y amparo cuando el padre desahogaba su furia.
Hermanos
Durante su niñez, Adolf perdió a varios hermanos: dos hermanos (Gustavo y Otto) y una hermana (Ida), murieron siendo muy pequeños.
Estos decesos sucesivos alteraron profundamente el vínculo afectivo con su madre, Klara, quien conservaba un apego intenso hacia los hijos fallecidos y depositaba en los hijos vivos esperanzas muy grandes. Adolf creció con el peso de esas ansias, con el deber de no defraudar y de cumplir una misión que se antojaba casi como un símbolo.
Madre
Cuando Adolf contaba con 18 años, Klara Hitler falleció por un cáncer de mama el 21 de diciembre de 1907, luego de curas dolorosas con yodoformo que le ocasionaron más padecimientos.
Los relatos del doctor Eduardo Bloch (su médico de cabecera) dejan constancia de que Adolf estaba deshecho; Bloch afirmó que en toda su vida nunca había visto a persona alguna tan postrada por el fallecimiento de un ser querido. Esta pérdida temprana dejó en Adolf una huella emocional profunda, que algunos analistas consideran que influyó de manera duradera en su desarrollo psicológico.
Impacto en su forma de ser
Si bien es cierto que no podemos aseverar que exista una clara relación entre estos hechos trágicos de la infancia de Adolf con posibles problemas mentales, tal vez nos ayude a pensar que contribuyeron en la formación de su “yo” adulto. Veamos algunos ejemplos:
1- La severidad inflexible del padre, junto con la conexión estrecha con la madre, probablemente hayan cultivado en Hitler una susceptibilidad enorme ante los tropiezos o las afrentas (como aquel famoso “no” de la Escuela de Bellas Artes en Viena), que lo dejaron marcado para siempre.
2- Frente a la necesidad de captar la atención de un padre tirano y de estar a la altura de las ideas elevadas de la madre, es posible que Adolf aprendiera a aferrarse al mando, a los halagos, y a forjar una imagen de sí mismo sólida que le brindara dominio sobre sus emociones. Investigaciones nuevas que comparan a líderes déspotas lo confirman: muchos de estos líderes se criaron en ambientes con figuras paternas autoritarias y madres que los sobreprotegían.
3- El fallecimiento de Klara, al parecer, representó un momento crucial a nivel psicológico. El sufrimiento fue hondo, lo que tal vez explique parte de su dureza emocional, el ansia de control, y el florecimiento de rencores callados hacia el mundo.
Sus ataques de ira
Adolf Hitler era un líder cuyos estallidos de ira eran temidos incluso por sus más altos oficiales. Testimonios de quienes lo rodearon —como Albert Speer y varios generales del Estado Mayor— describen reuniones en las que Hitler, al sentirse contradicho o enfrentando a malas noticias, entraba en accesos de furia: gritaba, golpeaba la mesa, acusaba a sus colaboradores de traición o incompetencia, y exigía obediencia absoluta.
Estos episodios, lejos de ser meros arranques temperamentales, formaban parte de una estrategia de control: el terror psicológico como herramienta de poder. En el bunker y en el Cuartel General, muchos preferían callar o asentir antes que arriesgarse a desatar su cólera —no por miedo al enemigo externo, sino por el castigo interno: la humillación pública, la destitución, o en casos extremos, la ejecución.
Albert Speer, ministro de armamento y uno de los hombres más cercanos a Hitler, dejó en sus memorias escenas que parecen sacadas de un drama psicológico: decisiones irracionales, explosiones de furia, órdenes gritadas con tal intensidad que parecían dictadas por alguien fuera de sí.
Joseph Goebbels, su ministro de propaganda, también fue testigo de estas transformaciones. En sus diarios se percibe a un Hitler que se autoproclamaba el único capaz de guiar al pueblo alemán, un líder que se veía a sí mismo como elegido para enfrentar a un mal universal. Y cuando la realidad contradecía esa visión grandiosa, la respuesta era siempre la ira.
Incluso los servicios de inteligencia británicos notaron este patrón. Un informe secreto de 1942 lo describe como un “complejo de mesías”, cada vez más irritable y obsesionado con sus enemigos. El documento advertía que sus discursos transmitían rabia descontrolada y un convencimiento patológico de estar destinado a cumplir una misión sagrada.
Estos estallidos iban más allá de simples arranques de mal carácter. Muchos observadores contemporáneos y estudios posteriores los interpretan como manifestaciones de una personalidad con rasgos megalómanos, en la que la ira actuaría como el componente emocional para reforzar su carácter autoritario y disuadir la disidencia. En esas reuniones tensas, los generales sabían que un fallo, una queja o hasta quedarse callado podía encender la mecha.
¿Eran solo gritos de un dictador al borde del colapso, o la prueba de un trastorno mucho más profundo? Lo cierto es que sus explosiones marcaron el ritmo de la guerra, infundieron terror entre sus más cercanos, y dejaron en claro que no solo mandaba un militar, sino alguien convencido de ser un profeta armado con la furia de un dios.
¿El Führer era hipocondríaco?
Además de todo lo expuesto, históricamente se ha mencionado que a Hitler le aterraba que lo envenenaran y por eso desconfiaba de quien le preparaba la comida. Se sabe con certeza que tenía catadores de comida, como Margot Woelk, que probaban sus platos para evitar que lo mataran con veneno. Además, comía casi solo vegetales y siempre estaba rodeado de médicos que vigilaban su salud.
Un ejemplo muy famoso es el del Dr. Theodor Morell, que le daba a Hitler un montón de tratamientos y medicinas, algunas bastante raras o en fase de prueba; desde vitaminas hasta mejunjes con hormonas y estimulantes que, según Morell, le servían para sentirse bien. Todo esto sugiere que Hitler era hipocondríaco, o al menos que se preocupaba demasiado por su estado físico.
Ahora bien, lo que no se puede afirmar es que este miedo fuera una paranoia diagnosticada clínicamente porque nunca lo evaluaron formalmente siguiendo criterios psiquiátricos, y no hay pruebas de que sus rituales con la comida o los médicos fueran síntomas de un trastorno mental. Aun así, estas pruebas son un gran aporte a la discusión sobre la mente de Hitler.
Hay historiadores y psiquiatras que piensan que el miedo a que lo envenenaran, su alimentación estricta, la dependencia de doctores como Morell y la constante preocupación por su salud podrían indicar problemas mentales, mientras que otros avisan de que estas conductas podrían ser más bien una forma paranoica de intentar sobrevivir en un ambiente de guerra y traiciones, más que una enfermedad mental en sí. Como lector, seguro que te das cuenta de que estos detalles son piezas de un rompecabezas que complica mucho responder a la pregunta disparadora.
El misterio de sus temblores
Hacia el final de la vida de Hitler se sabe que sufría de temblores notables, tiesura, una falta de expresión en el rostro y problemas para moverse. Pero, ¿eran estos indicios de Parkinson? ¿Era sífilis en una etapa avanzada? ¿O algo más enredado, como un deterioro de la función cerebral causado por distintos elementos?
Veamos la información que tenemos.
Parkinson
Hitler sufría de temblor en reposo, una postura doblada, bradicinesia (movimientos enlentecidos), rostro sin expresión y un avance del deterioro conforme se acercaba el fin de la guerra.
En la investigación de Ellen Gibbels (“Hitler’s Physical Health in Autumn 1941”) se sugiere que los primeros síntomas de Parkinson pudieron haber aparecido incluso antes de diciembre de 1941.
Sífilis avanzada / neurosífilis
El artículo “Did Adolf Hitler have syphilis?” de F. P. Retief & A. Wessels examina el valor de las pruebas para adjudicar ciertos deterioros mentales y físicos a la sífilis terciaria (neurosífilis). Se indica que Hitler presentaba síntomas como temblor, dolores de estómago, erupciones en la piel, deterioro mental, pero también que las pruebas médicas no revelaron signos claros de demencia paralítica, lo cual reduce la firmeza de esta teoría.
Deterioro cerebral progresivo
Algunos textos de historiadores médicos apuntan que, además del Parkinson y posibles infecciones, Hitler estaba expuesto a muchos tratamientos médicos (incluyendo fármacos, estimulantes, tal vez efectos secundarios de medicinas), estrés constante, heridas tras atentados, agotamiento físico y mental, lo que pudo haber contribuido a un declive neuropsicológico. Por ejemplo, el uso de medicamentos prescritos por su médico personal, Theodor Morell, figura en varios estudios como un factor que complicó las cosas.
Es muy factible que, hacia el final de sus días, Hitler estuviera lidiando con un parkinson avanzado, a juzgar por lo congruente de sus síntomas físicos. La teoría de la sífilis, si bien tiene menos peso, aún no se ha descartado por completo. El deterioro cognitivo y motor que presentó en sus últimos años probablemente fue el resultado de una combinación de factores: una posible enfermedad neurológica (como el Parkinson), el uso prolongado de fármacos estimulantes y sedantes, el estrés extremo, el envejecimiento y secuelas de heridas físicas.
Como puedes observar, estas piezas no terminan de resolver el misterio: ¿su comportamiento era síntoma de una enfermedad mental o la reacción de un hombre muy cauto y desconfiado?
¿Hitler fue alguna vez a consulta con un psiquiatra?
A pesar de la avalancha de teorías y análisis que circulan en torno a la mente de Adolf Hitler, lo cierto es que ningún experto en salud mental tuvo la oportunidad de examinarlo en vivo y en directo. Todo lo que manejamos hoy en día, ya sea que sugiera un posible Parkinson, ciertas neurosis, tendencias psicopáticas o hasta rasgos de trastorno paranoide de la personalidad, viene de estudios a posteriori, documentos desclasificados tras su muerte o testimonios de terceros, desde generales hasta médicos y asistentes personales. Este método de estudio, conocido como “psicopatografía”, se basa en intentar armar el rompecabezas mental de un personaje histórico a partir de sus cartas, discursos, diarios, costumbres y decisiones. En el caso de Hitler, la cosa llegó a tal punto que terminó siendo uno de los líderes más estudiados bajo esta lupa, tal vez el más analizado de toda la historia contemporánea.
Pero esta forma de proceder plantea interrogantes profundos e inquietantes. ¿Es realmente factible diagnosticar con certeza a alguien sin haberlo tenido enfrente, sin captar sus reacciones, sus gestos, su comportamiento cotidiano? ¿O lo que hacemos es, en el fondo, proyectar nuestras propias ideas preconcebidas sobre un individuo que nunca fue un paciente real? La línea que separa el análisis riguroso de la interpretación subjetiva puede hacerse borrosa, y cada investigador, por más objetivo que pretenda ser, arrastra consigo sus prejuicios, contextos culturales y expectativas sobre lo que “debería” hallar en la cabeza de Hitler.
El debate sigue abierto y candente entre historiadores y psiquiatras. Algunos sostienen que estas técnicas nos ayudan a entender mejor el “lado humano” del Führer: cómo pensaba, cuáles eran sus miedos, qué motivaciones lo impulsaban y cómo su forma de ser influyó en decisiones que marcaron al mundo.
Otros, en cambio, alertan sobre el riesgo de reducir su figura a un mero dictamen médico; señalar que sufría un trastorno psicológico podría, de manera peligrosa, quitarle peso a su responsabilidad personal por las atrocidades que cometió.
La neurociencia del mal Si uno trata de entender a Hitler con los ojos de la neurociencia actual, nos topamos con interrogantes que nos dejan pensando: ¿acaso ya venía con una tendencia al mal desde la cuna, o fue su vida y lo que eligió hacer lo que lo transformó en ese personaje tan terrible de la historia?. De acuerdo con Julia Shaw, una psicóloga alemana que escribió un libro llamado “Hacer el mal”, al tratar de entender su forma de pensar nos obliga a reflexionar sobre nuestra propia naturaleza como seres humanos.
Shaw argumenta que la capacidad de cometer actos crueles no es exclusiva de unos pocos “monstruos”, sino que puede emerger en contextos específicos, influenciada por factores psicológicos, sociales y morales. La diferencia radica en las elecciones individuales, las circunstancias y los mecanismos de deshumanización que permiten justificar la violencia. Aun si Hitler presentaba ciertas características neurológicas fuera de lo común, eso no basta para justificar la enormidad de lo que hizo; su trayectoria indica que actuó sabiendo lo que hacía, aprovechando su talento para la estrategia y su don de manipulación para llevar a cabo su forma de pensar.
Los primeros análisis psicológicos que se hicieron durante la Segunda Guerra Mundial, como el de Walter Langer en 1944, describen a Hitler como alguien “neurótico, con ciertos rasgos parecidos a la esquizofrenia”, pero también anticipaban que era capaz de planear muy bien las cosas y que se quitaría la vida si perdía. Esto nos dice que, aunque tuviera problemas psicológicos, sus acciones fueron pensadas y decididas, no solo un arrebato.
Estudiar a Hitler mediante la psicopatografía es como armar un rompecabezas con piezas faltantes: podemos identificar patrones, inferir motivaciones y trazar conexiones, pero siempre persistirá un margen de incertidumbre que nos recuerda que, por más riguroso que sea el análisis, nunca podremos acceder a un diagnóstico clínico definitivo, pues Hitler nunca fue evaluado en vida por un profesional de la salud mental.
En resumen, la neurociencia de hoy y los estudios psicológicos están de acuerdo en algo fundamental: lo malvado de Hitler no se puede atribuir solo a una enfermedad de la mente. Sus decisiones fueron, en buena medida, conscientes, lo que nos plantea un problema ético y psicológico que sigue llamando la atención e inquietando a los historiadores y a los científicos ¿Puede, entonces, un ser humano, llegar a tales extremos de manera consciente? Tal vez, antes de responder, deberíamos pensar nuevamente en la pregunta que hace Julia Shaw en su libro “Hacer el mal”: “Si pudiéramos regresar en el tiempo, ¿mataríamos al bebé Hitler? La respuesta a esta pregunta me dice mucho de ustedes [...] Porque: ¿tienen la certeza de que los bebés terribles se transforman en adultos terribles? Y ¿son en verdad sus cerebros tan distintos del de Hitler?”